Ha veces el mundo pierde su color.
Te despiertas aturdida en medio del césped. Lo que antes era
tu hogar se convierte en un lugar desconocido para ti.
Recorres un viejo camino empedrado donde los yerbajos se
enganchan a tus raídas medias grises. Una suave brisa fría te eriza los pelos
de la nuca, pero tú sigues adelante.
Tras andar un largo trecho, donde el único paisaje que puede
llegar a ver es una desolada explanada, llegas hasta lo que antes era tu casa.
Paredes que te han visto crecer. Es como si el tiempo lo hubiera
envejecido todo.
Abres la puerta, tras quitar varias enredaderas que impedían
el paso. No hay muebles.
La pintura de las paredes está descascarillada, amarillenta,
llena de manchas debido a la humedad.
Lo que antes era el salón no es más que un cubículo si alma,
sin vida.
Ni rastro de que algún ser vivo.
Subes las escaleras, algunas rotas, otras medio caídas.
Llegas a tu habitación. Primero te fijas en aquella torre eiffel
que te regalaron por navidad. Está partida, dispersa por la alfombra. El armario,
vacío; tu diario tirado sin ningún cuidado, con las páginas amarillentas,
arrugadas, rotas; la cama, desnuda.
Entonces te fijas en una pluma mecida por el viento. Y tus
ojos van a parar al espejo.
Un espejo roto.
Un espejo que te refleja a la perfección
Brazos huesudos.
Piel pálida.
Labios desquebrajados
Cortes.
Pelo canoso.
Ojeras.
Parece que e llorado. He llorado durante mucho tiempo.
Tanto que ni siquiera me di cuenta de que el mundo había perdido
su color.