El corazón me latía con fuerza. Mi mente no podía creer lo
que estaba viendo. Ahí estaba él. Pero no era solo él. Una tenue luz cálida recorría
su silueta, como si estuviera hecho de oro.
Me miró fijamente, quizá esperando a que yo le dijera algo. Me quedé totalmente
paralizada.
De sus omoplatos empezaron a formarse unos pequeños bultos,
como si algo ahí dentro necesitara salir a la superficie y respirar aire puro.
La carne empezó a desgarrarse en cuestión de segundos, a él no parecía dolerle.
Y de pronto unas plumas salieron de su espalda. Unas alas
gigantes, el triple de altas que él, blancas como la nieve y con pequeños
destellos dorados.
-¿Qué demon…?- Se me quebró la voz antes de poder terminar
la frase.
No podía creer que el chico al que ababa era un ángel.
Se acercó lentamente, con paso firme pero con delicadeza,
procurando no asustarme.
No apartó los ojos ni un segundo de mí.
-Lo siento, Adeline.
Lo sentía de verdad, pude ver la culpa reflejada en sus
ojos color esmeralda.
-No tienes que sentir nada, solamente abrázame.
Se abalanzó hacia mí. Hacía meses que no sentía el
contacto de su piel, y aquel abrazo hizo que todos mis sentidos se despertaran
de una bofetada.
Me envolvió entre sus hermosas alas, tapando la luz del
sol y sustituyéndola por la suya propia, aquel brillo que emanaba de su propia
piel.
-¿Puedo…?
Él asintió con una sonrisa en los labios.
Alargué el brazo y rocé aquellas plumas.
Eran como nubes de algodón de azúcar, suaves y delicadas.
Miré su rostro detenidamente y sin darme cuenta empecé a sonreír
por lo que acababa de descubrir.
Era demasiado hermoso para ser real. Pero ahí estaba, protegiéndome
y cuidándome desde hacía mucho más tiempo del que yo hubiera podido imaginar.
-Gracias Alan.
Una lágrima resbaló por mi mejilla, pero no de dolor,
sino de alegría.
-Te quiero, siempre te quise, desde el día en que viniste
al mundo.
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