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martes, 5 de febrero de 2013

Diario de una adolescente suicida.


Te alejaste por donde habías venido sin mirar ni un momento atrás. Esperé. Esperé a que te giraras y me abrazaras. Pero me quedé ahí hasta que llegó la noche. Me senté en el asfalto desgastado por las ruedas de los coches. Me arrebujé en mi abrigo de paño. Pedí al cielo estrellado que volvieras. El impacto de verte alejarte de mí sin poder hacer nada me había dejado helada. Mi mano que había descansado en tu mejilla aún tenía tu calor. El viento removía mi pelo.  Un rayo calló a unos metros de mí. Como si Zeus me estuviera avisando de que no ibas a volver, de que regresara a mi casa. Pero yo, la verdad, ya no tenía ningún sitio al que llamar hogar. Abrí la boca con intención de gritar tu nombre, pero también perdí la voz. La neblina me impedía ver más allá de aquel estúpido camino que nos separaba.

 No soy más que una cría. Una cría sin sueños, sin esperanzas.  Una chica que nunca fue como los demás. No por el hecho de que ahora mismo esté aquí, sentada en el asfalto de una carretera al fin del mundo esperando algo que ni yo sé. Diferente porque yo no quiero ser el tipo de chica que le gusta a todo el mundo, porque es algo que odio. Supongo que es por eso que ya no tengo a donde ir. En mi mundo tú eras el pilar que lo sustentaba. Sé que mis historias dan la impresión de que me gusta recrearme en mi propia mierda, pero seamos realistas, estoy aquí con un frío del carajo, la nariz como un tomate y  lagrimones congelados antes de poder salir a tomar el aire.  Solas las estrellas y yo. Todo muy poético. Que las estrellas sean las que están ahí en las noches, cuando todo el subconsciente cobra vida. Que la luna te siga en tus viajes de verano, que te dé luz cuando se supone que tendría que haber oscuridad.

Me ha dado por esperar en esta maldita carretera.

Espero que algo pase pronto o cogeré la gripe o algo.

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