Mirabas distraída tus pies descalzos en la fría madera. Te conocía
tan bien que podía saber con solo mirar el destello de tus ojos que tenías
dudas. Dudas de por qué te había llevado a aquella habitación a solas.
-Tengo que hablar contigo.- Dije sin más preámbulos.
-¿De qué?- Conseguiste susurrar, a pesar del fuerte temblor
que invadía tus delicadas manos, siempre firmes hasta ese momento que agarraban
la tela rosada con fuerza, estrujándola. Odiaba que no fueras capaz de mirarme
a los ojos.
-Mírame.
-¿Qué?- levantaste la cabeza rápidamente, encontrándote con
mis ojos azules, clavados en ti, algo que te provocó un ligero mareo que hizo
que dieras un traspiés.
-Yo…
-Cállate.- Dije, con un tono de voz más áspero de lo que en
realidad quería ser. Nada de aquello me estaba saliendo como pretendía. Puse
una mano en mi negra cabellera, alborotándola, pensando cómo demonios decir lo
que quería decirte, mientras tú mirabas al suelo de nuevo.
-Si solo me has llamado para darme órdenes me voy.- Dijiste
malhumorada, tenías todo el derecho a
estarlo.
-No, espera… no te he llamado solo para eso.- Conseguí decir.
Giraste sobre los talones, cruzando los brazos sobre el pecho, en una actitud
de espera y una ligera mueca de exasperación. No sabía cómo decirlo, no tenía
ni idea y las palabras se quedaban atrancadas como hojas afiladas en mi
garganta.
Clavaste los ojos en mí. Algo ahí, en mi pecho empezó a dar
martillazos, avisándome de que me iba a desplomar allí mismo si no hacía nada
pronto. Di un paso al frente, asustándote ligeramente, sabía que a tus ojos yo
no era más que alguien con quien guardar las distancias, pero ahora en este
instante, era lo que menos quería que hubiera entre nosotros.
-Dios ¿no lo entiendes?- Dije, aguantando las lágrimas que
amenazaban con salir de mis ojos, todo mi cuerpo era inestable y tembloroso,
algo ajeno a mí.
-No, no lo entiendo.
-Te quiero, joder, te quiero.- Al fin las palabras salieron,
de una forma que no me gustaba, pero yo siempre seria así, impredeciblemente
seco hasta para mí mismo. Tus ojos verdosos se abrieron como platos, con la
boca ligeramente entreabierta.
Acerqué, esta vez sin vacilación, mi cuerpo al tuyo, y
cuando nuestras caras estuvieron tan pegadas que podía rozar mi nariz con la
tuya, y tu respiración me atravesaba el alma lo susurré.

Nos apartamos antes
de llegar a nada más. Jadeábamos, y no pude evitar echarme a reír.
-Dios…- Dije frotándome la sien, aquello no me parecía real.
- Yo también.- Dijiste mientras te recolocabas los pantis y
el pelo alborotado.- Yo también te quiero.
-Sabes, no me había dado ni cuenta.- Esta vez la que rio
fuiste tú, contagiándome.
-Jodido capullo.- Dijiste entre risas y lágrimas.- Eres un
completo jodido capullo.
-Pero me quieres ¿eh?
-Claro que sí.- Posaste tu mano sobre mi nuca, atrayéndome hacia
ti para darme un dulce beso en los labios. Me encantaba. Me encantaba aquella
sensación y sin duda, todo lo que había imaginado o soñado, ni si quiera se parecían
a aquello que sentía, en ese preciso instante.