El tubo de escape resonó en medio del silencio. Un humillo grisáceo
se esparcía por el camino recorrido con el coche, dejando así una hilera a lo
lejos de nieve manchada.
El campo estaba recubierto de un espeso manto blanco que nos
dificultaba la huida. ¿Huida de quién? De nadie más que de nosotros mismos.
Aferraba el volante como si mi vida dependiera de ello, apretando
tanto que los nudillos estaban tan claros como la nieve. Aquel descapotable era
más que un coche. Habían pasado tantas cosas hay que recordarlas me dolía demasiado.
La carretera era sinuosa, subíamos por
la ladera de una montaña, tu a mi lado, yo conduciendo.
Miraba al frente, más a un punto fijo que al camino en sí,
deseando terminar con aquello de una vez. Un bache hizo saltar el coche, despertándote
de tu ensoñación. Refunfuñaste algo por lo bajo mientras mirabas hacia el cielo
gris.
-Mira.- Susurraste señalando las nubes. Pequeñas motitas
blancas caían desde arriba, como un regalo o un castigo, depende de cómo lo
quisieras mirar. Recogiste las piernas contra tu pecho, acurrucándote en el
asiento del copiloto. Miré por el rabillo del ojo y reparé en las lágrimas que
surcaban tu perfecto rostro aniñado.
-No tienes por qué hacer esto.- Dije ahogando un sollozo.
-No puedo hacer otra cosa.- Concluiste mirándome con los
ojos clavados en mí.
La nieve caía con fuerza, en circunstancias normales hubiera
bajado el techo del descapotable para no manchar la tapicería, pero aquello no
era ni mucho menos algo normal. Llegamos en menos de un suspiro a la cima de la
colina. Desde allí se podía ver la vieja casita del guardabosque, el gran lago
Lein donde tantas veces me había zambullido,
e incluso si te fijabas bien alcanzabas a ver el pequeño pueblecito donde me había
criado.
El sol se ponía en esos instantes, justo mi momento del día
favorito. Ni siquiera lo había planeado, asique supuse que era una señal.
Miré a mi mejor amiga, sus pecas, sus ojos saltones, su boca
fina, su pelo lacio, todo en ella era delicado, como una florecilla de
primavera, y yo en cambio era tan corriente como una mala hierba del campo
otoñal.
Nos dimos un fuerte abrazo, yo intentado no llorar y ella
hipando como cuando nos conocimos por primera vez, cuando su hermano la había roto
su muñeca favorita.
-Gracias.- Dije en su oído. Ella no tuvo fuerzas ni para
hablar.
Salió del coche, alejándose un poco. La miré una vez más y
muy para mi sorpresa, estaba rezando. Lo gracioso era que mi mejor amiga era
atea.
Giré la cabeza y cerré los ojos. Respiré una bocanada de
aire antes de pisar el acelerador con todas mis fuerzas. Contuve la respiración
durante tres segundos, el tiempo que tardó el coche hasta llegar al final de la
colina. El vehículo salió disparado y durante dos milésimas de segundo, sentí
como si volara.
Y sinceramente, fue maravilloso.
Después de eso el coche calló mientras oía un grito a lo lejos,
seguramente el guardabosque enfurecido porque una adolescente se iba a suicidar
en sus narices e iba a tener que explicarse
ante juicio. Antes de que todo terminara me reí, pero no una risa contenida,
sino estrepitosa, como si no hubiera reído en años, que acabó en cuanto el
coche se estampó contra las duras y frías rocas recubiertas de nieve, ahora
rojas por la sangre.
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